Por Fernando Eguren, presidente CEPES
Hace unas semanas, CONVEAGRO difundió un comunicado en el que llamaba
la atención al hecho de que “Los jornales en el campo para la
producción destinada al mercado nacional se han elevado en 70%, en los
últimos cuatro años, afectando seriamente los costos de producción, lo
que no sucedió con los jornales que se pagan en las empresas
agroexportadoras, que se mantienen congelados”. (9/1/2011)
Esto no debe sorprendernos. Las empresas agroexportadoras están
relativamente fiscalizadas por el Ministerio de Trabajo, cumplen más con
la legislación laboral que la mayoría de las decenas de miles de
pequeñas y medianas empresas agrícolas. Éstas paulatinamente deben
alinear los salarios al nivel de los de la agroindustria exportadora.
Así funciona el mercado laboral.
No es que las agroexportadoras sean un modelo tampoco: el propio
COMEX denunciaba el ‘trabajo forzoso’ en algunas agroexportadoras de
Ica , y recientemente la ministra de Trabajo declaraba que en dicho
valle el 80% de empresas, ya sea de comercio, industria o
agroindustrial, infringen los derechos laborales. En un estudio
reciente , muestro que en la costa rural –donde está la agricultura más
moderna– hay un alto incumplimiento del pago del salario mínimo vital
(SMV), incluyendo en las empresas más grandes (ver cuadro).
El SMV es un salario de pobreza; aun si todos los empleadores
cumpliesen, los trabajadores no escaparían a esa condición. Pero si bien
las grandes agroexportadoras deberían poder absorber alzas de salarios
por los beneficios que le ofrece la política estatal (incluyendo los
TLC), los pequeños y medianos agricultores (que no gozan del TLC),
tienen dificultades para hacerlo. Eso es lo que preocupa a Conveagro.
¿Significa ello que los asalariados de los pequeños y medianos
productores agrarios están condenados a recibir salarios aún inferiores
al SMV? ¿O que su incremento significa inevitablemente la quiebra y
salida del mercado de esos productores, y alimentar así al
neolatifundismo?
¿Qué hacer, entonces? Un camino es reducir los costos de producción
de los otros factores, de manera que la competitividad no se sustente
sobre el bajo costo del eslabón más débil –el trabajador– sino sobre el
mejor uso y abaratamiento de sus otros componentes.
Para lograrlo hay decisiones que dependen del agricultor y otras de
las políticas. Una adecuada reducción de aranceles contribuye a que los
insumos importados para el agro sean más baratos. El incremento de
bienes y servicios públicos y no públicos –que si no son ofrecidos por
el sector privado deberían serlo por el Estado–: carreteras,
información, servicios financieros y no financieros, asistencia técnica,
también contribuyen a la reducción de costos. Asimismo, el
fortalecimiento institucional –vigencia de contratos, mejores sistemas
de comercialización– y la promoción de la asociatividad de los pequeños
productores –cooperativas, etc.– permitirían mejorar la competitividad
sin acudir a la sobreexplotación laboral.
Todo esto es importante, pues si la competitividad se basa en ‘cholo
barato’ –y esta es una lamentable ventaja de la agroindustria moderna
peruana sobre la chilena, en donde el ‘roto’ es menos barato (dicho sea
de paso, ésta es una de las razones por las que vienen capitales
chilenos a nuestra agricultura)– no hay manera de que el crecimiento
agrícola sea también desarrollo rural.
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