Fernando Eguren (CEPES) escribió un artículo para el Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica sobre la perspectiva peruana del proceso de integración regional, en temas de desarrollo rural
http://www.sudamericarural.org/index.php?mc=52&nc=&next_p=1&cod=90
Escrito por: Fernando Eguren
En Sudamérica, mientras los discursos
políticos de varios presidentes acuden de forma permanente a los imaginarios de
la integración regional, hay procesos económicos que trascienden el contenido
simbólico y, de hecho, lo contradicen o le plantean las inquietudes emergentes
de la propia realidad. En el presente artículo el destacado sociólogo peruano
Fernando Eguren desmenuza las intersecciones entre un contexto turbulento y las
vías, reales e ideales, de una posible integración regional.
Año
2001 |
Año
2010
|
|
Exportaciones totales mundo
|
6,970
|
34.486
|
Exportaciones CAN
|
382
|
1.984
|
Bolivia
|
101
|
381
|
Colombia
|
153
|
787
|
Venezuela
|
127
|
816
|
Año 2001
|
Año
2010
|
|
Importaciones totales mundo
|
8.038
|
31.320
|
Importaciones CAN
|
803
|
3.163
|
Bolivia
|
61
|
382
|
Colombia
|
384
|
1.331
|
Ecuador
|
358
|
1.449
|
La motivación para escribir estas desordenadas
líneas es la invitación de mis amigos del Instituto para el Desarrollo Rural de
Sudamérica para reflexionar sobre la perspectiva peruana del proceso de
integración regional (andina, sudamericana) en los temas de desarrollo rural.
Por eso parto con una caracterización a vuelo de pájaro sobre los procesos
económicos y sociales de las últimas décadas y me pregunto ¿de qué manera esta
integración regional contribuiría a enfrentar los desafíos presentados por un
mundo tan cambiante? Luego doy unos brochazos sobre el estado en que está
el agro peruano. Finalmente, regreso a las reflexiones expuestas en la primera
parte, para vincularlas al proceso peruano.
Una mirada al pasado
En los viejos tiempos -los tiempos en los que el
pensamiento de la CEPAL
era un faro que iluminaba la senda hacia un desarrollo basado en el rol
protagónico del Estado y en la agregación de valor por vía de la
industrialización- la integración económica de los países
latinoamericanos era concebida como una manera de sumar mercados nacionales
insuficientemente desarrollados.
En efecto, la industrialización requería de
grandes mercados para revertir la dependencia económica de los países de la
región frente a los países desarrollados en los que los productos
manufacturados eran comprados por los países subdesarrollados a precios altos,
mientras que aquéllos adquirían a precios bajos las materias primas que
exportábamos.
La manera de romper el círculo vicioso era el
desarrollo industrial, para lo cual había que integrar los pequeños mercados
nacionales y promover y proteger la producción industrial, hasta que ésta fuera
suficientemente desarrollada y competitiva. Los gobiernos se pondrían de
acuerdo en una división del trabajo en la que cada país desarrollaba el tipo de
industrialización que más se acomodaba a su vocación y posibilidades, pero en
una perspectiva de complementariedad entre los países. De este modo, la región
latinoamericana y sus subregiones -entre ellas la andina-podrían modernizar sus
economías, superar la dependencia que las mantenía en el subdesarrollo y
negociar en mejores términos con los países del norte.
La modernización de la economía suponía, además,
importantes cambios socioeconómicos nacionales, entre ellos las reformas agrarias,
necesarias tanto por razones económicas -ampliar los mercados-, como sociales
-extender la comunidad política y la ciudadanía- y políticas -profundizar y
consolidar la democracia. Las reformas agrarias en algunos países de importante
población indígena significaron avances importantes en el camino hacia su
condición ciudadana.
Entre las décadas del cincuenta y mediados de los
setenta -los viejos tiempos-, el objetivo del desarrollo, con variaciones entre
países, era claramente el pasaje de sociedades rurales y economías agrarias a
sociedades urbanas y economías industrializadas. El Estado era un actor
principal, ocupándose directamente de actividades económicas consideradas
estratégicas, como telecomunicaciones, producción de energía y siderurgia; alentando
y orientando al sector privado con diferentes formas de estímulos, protecciones
y subsidios. La economía era de mercado, pero fuertemente intervenido por el
Estado. El modelo de sociedad era, rasgos más rasgos menos, el de las
sociedades industriales del hemisferio norte.
En tiempo presente
Veinte años después la situación no podía ser más
diferente. La urbanización ocurrió, pero no por el crecimiento de puestos de
trabajo de la industria y de los servicios complementarios solamente, ni
siquiera principalmente, sino por el boom demográfico y por las migraciones
masivas del campo a la ciudad, que continuaron aún en los países en los que,
como en el Perú, se ejecutaron reformas agrarias.
El modelo de sociedad industrial con una fuerte
burguesía nacional y un proletariado numeroso no cuajó. La meta de una economía
regional articulada a través de los mercados y con una planificada división del
trabajo fue reemplazada por estrategias de relaciones bilaterales -tratados de
libre comercio- con los países del norte y los países emergentes,
particularmente la China.
Así, la estrategia de sumar mercados nacionales restringidos
para crear un gran mercado regional andino o latinoamericano fue remplazada por
el aprovechamiento de los grandes mercados ya existentes.
La liberalización de las economías contribuyó a
desmontar mucho de lo que se había avanzado en industrialización, debilitando
tanto a la burguesía industrial como al proletariado organizado; el capital
extranjero fue controlando el acceso y explotación de las industrias
extractivas en economías que se fueron volviendo otra vez primarias; se
reinició la concentración de la propiedad de las tierras de cultivo ahí donde
éstas habían sido distribuidas por las reformas agrarias.
El objetivo de llegar a ser un país desarrollado
por la vía de la industrialización, que implicaba, como ya se mencionó, una
fuerte intervención estatal, fue remplazado por un modelo en el que el
fin es ser un país de economía abierta, totalmente sometido al mercado,
conduzca éste o no a una sociedad más democrática, más integrada o más
industrializada.
Mientras estos procesos ocurrían, los avances
científicos y tecnológicos, particularmente en los campos de la física,
bioquímica, microbiología, biología celular y molecular, microelectrónica,
informática y robótica, fueron de tal naturaleza que transformaron las formas
de producir, las escalas de producción, la organización social para la
producción y las estructuras de costos. En términos de la economía política, el
rápido desarrollo de las fuerzas productivas en las últimas décadas fue
modificando también las relaciones sociales de producción, en donde las
oportunidades para una fuerza laboral poco educada son cada vez menores.
Así como antes la dependencia económica se
sustentaba en la relación desigual en el intercambio de bienes manufacturados
-de mayor valor- por materias primas -de menor valor-, actualmente se
fundamenta en la inmensa diferencia del valor agregado entre un producto que
requiere una gran cantidad de conocimientos incorporados -un microchip, por
ejemplo- y los materiales básicos que lo componen, parte de los cuales son
exportados por nuestros países. La diferencia de precios entre ambos es
inconmensurable. Los países desarrollados investigan, crean y producen los microchips.
En cambio, para todos los efectos prácticos, nosotros, en Sudamérica, seguimos
exportando materias primas o bienes manufacturados de bajo valor agregado.
Al mismo tiempo. en las últimas décadas, mientras
todos estos procesos ocurrían, el mundo se ha ido dando cuenta de que las
formas de producir y de consumir originadas desde la revolución industrial de
fines del siglo XVIII, hasta nuestros días, han tenido tantos impactos
negativos en el medio ambiente y en el clima que son claramente insostenibles.
Por primera vez se va desarrollando una conciencia de que lo que está en riesgo
es el destino de toda la humanidad, no solamente de una región o de una
subregión. Esto es algo nuevo. No es que la competencia y las rivalidades entre
países y entre regiones desaparezcan, ni mucho menos. Pero va surgiendo la
necesidad de que todos los países deben someterse a ciertas reglas de juego
comunes, que implican un cambio importante en la relación de la sociedad con la
naturaleza. Esta relación no puede ser la de ‘extracción sin devolución', sino
de ‘extracción con reposición'. Como los recursos no renovables no pueden ser
repuestos por definición, su explotación debe ir reduciéndose para dar lugar al
uso de recursos renovables (un buen ejemplo es el de la sustitución de la
energía fósil por fuentes de energía renovables).
Desde Perú
Después de la reforma agraria de 1969-1975, que
expropió todos los latifundios del país, y del rotundo fracaso de las
cooperativas que creó la reforma, el paisaje agrario peruano quedó hegemonizado
por la mediana y pequeña propiedad y por el minifundio.
A partir de la mitad de la década de 1990, sin
embargo, las políticas neoliberales, la modificación de la legislación de
tierras y una economía mundial en expansión estimularon un nuevo proceso de
concentración de la propiedad de la tierra, particularmente en la costa, región
con los suelos más productivos, riego permanente y con mayor inversión en
infraestructura y bienes públicos.
Actualmente cerca de un tercio de esas tierras
están en manos de corporaciones latifundistas, con áreas superiores a las mil
hectáreas. Un grupo económico ha logrado acumular 80 mil hectáreas de tierras
de cultivo en esa región, lo cual no tiene ningún antecedente en la historia
colonial y republicana del país.
Los sucesivos gobiernos han mantenido hasta la
actualidad, en general, las políticas que estimulan la consolidación de la
modernización neolatifundiaria. La totalidad de estas empresas exporta su
producción y un puñado produce biocombustibles para la exportación y el mercado
nacional. Es decir, la integración económica de la agricultura es con los
mercados del norte y de las economías emergentes.
Perú ha firmado muchos acuerdos de libre
comercio, y lo continúa haciendo, lo cual ata al país a una serie de compromisos
que hacen muy difícil una reorientación del destino de su producción y de su
comercio en la perspectiva de una integración regional. Por otro lado, varios
países de la región compiten con el Perú por mercados. Quizá el caso más claro
es Chile, en el rubro de las frutas.
El comercio de productos del Perú con los países
de la Comunidad
Andina de Naciones (CAN) es marginal. En el año 2001, el 5.5%
de las exportaciones peruanas iba a los países de la CAN (Bolivia, Colombia y
Venezuela). Una década después ese porcentaje apenas se había incrementado, en
términos relativos, a 5.8% (ver cuadro 1). En cuanto a las importaciones, su
peso relativo casi se mantuvo estable, pasando de representar el 10.0% en el
año 2001, al 10.1 (ver cuadro 2).
Cuadro 1
Perú: exportaciones en miles de millones de
US$
Cuadro 2
Perú: importaciones en miles de millones de
US$
Fuente: Estadísticas Andinas.
Rastros para el debate
Desde el punto de vista de las opciones políticas
concretas, nada nos permite afirmar que el Perú cambiará de orientación en
búsqueda de un fortalecimiento de una integración económica regional. Mi
impresión es que las propuestas actuales de integración regional no se plantean
los desafíos que están expresados en la primera parte de estas notas. No hay
una nueva visión compartida de un modelo de desarrollo socioeconómico futuro.
No la podría haber, puesto que los países mismos, tomados individualmente, no
la tienen. ¿Qué tipo de sociedades queremos? No basta repetir conceptos
generales de ‘sociedades democráticas, incluyentes, pluralistas" que se
han convertido en expresiones retóricas.
Ni los partidos políticos -los que precariamente
sobreviven- ni los movimientos sociales plantean una visión de futuro que
permitan organizar y orientar el presente. Los discursos políticos se
enriquecieron porque han evidenciado y reconocido los derechos y las
particularidades de diferentes sectores de la sociedad: las mujeres, los
pobres, los indígenas, y diferentes minorías, pero han perdido su capacidad de
ser una referencia articuladora e integradora del conjunto de la sociedad. Por
el contrario: algunos de los discursos particulares son claramente
excluyentes.
No me queda para nada claro en qué medida las
actuales propuestas de integración son importantes para responder a los retos
del cambio climático; para afrontar la necesidad de cambiar los paradigmas de
la relación sociedad-naturaleza que deterioran los recursos y que se sustentan
en los actuales modos de producir y de consumir; para garantizar la seguridad
alimentaria en el mediano y largo plazo; para universalizar y mejorar
sustancialmente la educación básica y la educación superior para convertir el
conocimiento en el principal insumo productivo y, al mismo tiempo, para
democratizar el acceso a oportunidades.
En cuanto al desarrollo rural, tampoco me queda
claro en qué medida la "integración regional sudamericana o la de
Centroamérica y el Caribe, constituyen el mejor escenario para construir una
alternativa de desarrollo de base campesina indígena", como leemos en un
documento del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica.
No cabe la menor duda de que el reconocimiento y
el respeto de las poblaciones indígenas y de sus derechos es importante, y es
un logro destacado de las poblaciones indígenas latinoamericanas que este
reconocimiento haya dado grandes pasos en las últimas dos décadas. Pero el
desarrollo de los espacios rurales no puede limitarse al papel que pueden cumplir
el campesinado y las poblaciones indígenas. El universo rural es mucho más
amplio, pues incluye a centenares de miles de agricultores y pobladores
rurales que no son ni campesinos ni indígenas.
Para hacer producir más la tierra, sin agotarla,
es decir, de manera sostenible, será necesario, por lo demás, no sólo utilizar
los conocimientos de campesinos e indígenas, sino los de la ciencia más
moderna. La demanda creciente de alimentos requiere incrementar los
rendimientos por unidad de superficie, y ello implica modificar las técnicas de
cultivo combinando de manera inteligente nuevos y viejos conocimientos y
experiencias.
Mientras los precios estén determinados
básicamente por el mercado -y todavía por muchas décadas esto seguirá siendo
así en el mundo- también hay que producir de manera económicamente eficiente.
La producción campesina e indígena tiene la ventaja de que es bastante más
sostenible que la producción moderna convencional, pero aún está muy lejos de
ser lo productiva que puede y debe ser.
* Sociólogo, investigador y
docente especializado en desarrollo rural. Preside el directorio del
Centro de Estudios Sociales Peruanos (CEPES), dirige las revistas La Revista Agraria (http://www.larevistaagraria.org/) y
Debate Agrario (http://www.cepes.org.pe/debate/debate.htm)
de la misma institución y ha escrito varios libros sobre temas rurales peruanos.
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