viernes, 18 de mayo de 2012

Integración regional desde Perú


Fernando Eguren  (CEPES) escribió un artículo para el Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica sobre la perspectiva peruana del proceso de integración regional, en temas de desarrollo rural

http://www.sudamericarural.org/index.php?mc=52&nc=&next_p=1&cod=90 


Escrito por: Fernando Eguren  

En Sudamérica, mientras los discursos políticos de varios presidentes acuden de forma permanente a los imaginarios de la integración regional, hay procesos económicos que trascienden el contenido simbólico y, de hecho, lo contradicen o le plantean las inquietudes emergentes de la propia realidad. En el presente artículo el destacado sociólogo peruano Fernando Eguren desmenuza las intersecciones entre un contexto turbulento y las vías, reales e ideales, de una posible integración regional. 


Año
2001
  Año
 2010
Exportaciones totales mundo
6,970
34.486
Exportaciones CAN
382
1.984
Bolivia
101
381
Colombia
153
787
Venezuela
127
816

Año 2001
  Año
 2010
Importaciones totales mundo
8.038
31.320
Importaciones CAN
803
3.163
Bolivia
61
382
Colombia
384
1.331
Ecuador
358
1.449


La motivación para escribir estas desordenadas líneas es la invitación de mis amigos del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica para reflexionar sobre la perspectiva peruana del proceso de integración regional (andina, sudamericana) en los temas de desarrollo rural. Por eso parto con una caracterización a vuelo de pájaro sobre los procesos económicos y sociales de las últimas décadas y me pregunto ¿de qué manera esta integración regional contribuiría a enfrentar los desafíos presentados por un mundo tan cambiante? Luego doy unos brochazos sobre el estado en  que está el agro peruano. Finalmente, regreso a las reflexiones expuestas en la primera parte, para vincularlas al proceso peruano.

Una mirada al pasado

En los viejos tiempos -los tiempos en los que el pensamiento de la CEPAL era un faro que iluminaba la senda hacia un desarrollo basado en el rol protagónico del Estado y en la agregación de valor por vía de la industrialización-  la integración económica de los países latinoamericanos era concebida como una manera de sumar mercados nacionales insuficientemente desarrollados.
En efecto, la industrialización requería de grandes mercados para revertir la dependencia económica de los países de la región frente a los países desarrollados en los que los productos manufacturados eran comprados por los países subdesarrollados a precios altos, mientras que aquéllos adquirían a precios bajos las materias primas que exportábamos.   

La manera de romper el círculo vicioso era el desarrollo industrial, para lo cual había que integrar los pequeños mercados nacionales y promover y proteger la producción industrial, hasta que ésta fuera suficientemente desarrollada y competitiva. Los gobiernos se pondrían de acuerdo en una división del trabajo en la que cada país desarrollaba el tipo de industrialización que más se acomodaba a su vocación y posibilidades, pero en una perspectiva de complementariedad entre los países. De este modo, la región latinoamericana y sus subregiones -entre ellas la andina-podrían modernizar sus economías, superar la dependencia que las mantenía en el subdesarrollo y negociar en mejores términos con los países del norte.
La modernización de la economía suponía, además, importantes cambios socioeconómicos nacionales, entre ellos las reformas agrarias, necesarias tanto por razones económicas -ampliar los mercados-, como sociales -extender la comunidad política y la ciudadanía- y políticas -profundizar y consolidar la democracia. Las reformas agrarias en algunos países de importante población indígena significaron avances importantes en el camino hacia su condición ciudadana.

Entre las décadas del cincuenta y mediados de los setenta -los viejos tiempos-, el objetivo del desarrollo, con variaciones entre países, era claramente el pasaje de sociedades rurales y economías agrarias a sociedades urbanas y economías industrializadas. El Estado era un actor principal, ocupándose directamente de actividades económicas consideradas estratégicas, como telecomunicaciones, producción de energía y siderurgia; alentando y orientando al sector privado con diferentes formas de estímulos, protecciones y subsidios. La economía era de mercado, pero fuertemente intervenido por el Estado.  El modelo de sociedad era, rasgos más rasgos menos, el de las sociedades industriales del hemisferio norte.

En tiempo presente

Veinte años después la situación no podía ser más diferente. La urbanización ocurrió, pero no por el crecimiento de puestos de trabajo de la industria y de los servicios complementarios solamente, ni siquiera principalmente, sino por el boom demográfico y por las migraciones masivas del campo a la ciudad, que continuaron aún en los países en los que, como en el Perú, se ejecutaron reformas agrarias. 
El modelo de sociedad industrial con una fuerte burguesía nacional y un proletariado numeroso no cuajó. La meta de una economía regional articulada a través de los mercados y con una planificada división del trabajo fue reemplazada por estrategias de relaciones bilaterales -tratados de libre comercio- con los países del norte y los países emergentes, particularmente la China. Así, la estrategia de sumar mercados nacionales restringidos para crear un gran mercado regional andino o latinoamericano fue remplazada por el aprovechamiento de los grandes mercados ya existentes.

La liberalización de las economías contribuyó a desmontar mucho de lo que se había avanzado en industrialización, debilitando tanto a la burguesía industrial como al proletariado organizado; el capital extranjero fue controlando el acceso y explotación de las industrias extractivas en economías que se fueron volviendo otra vez primarias;  se reinició la concentración de la propiedad de las tierras de cultivo ahí donde éstas habían sido distribuidas por las reformas agrarias.
El objetivo de llegar a ser un país desarrollado por la vía de la industrialización, que implicaba, como ya se mencionó, una fuerte intervención estatal,  fue remplazado por un modelo en el que el fin es ser un país de economía abierta, totalmente sometido al mercado, conduzca éste o no a una sociedad más democrática, más integrada o más industrializada.

Mientras estos procesos ocurrían, los avances científicos y tecnológicos, particularmente en los campos de la física, bioquímica, microbiología, biología celular y molecular, microelectrónica, informática y robótica, fueron de tal naturaleza que transformaron las formas de producir, las escalas de producción, la organización social para la producción y las estructuras de costos. En términos de la economía política, el rápido desarrollo de las fuerzas productivas en las últimas décadas fue modificando también las relaciones sociales de producción, en donde las oportunidades para una fuerza laboral poco educada son cada vez menores.
Así como antes la dependencia económica se sustentaba en la relación desigual en el intercambio de bienes manufacturados -de mayor valor- por materias primas -de menor valor-, actualmente se fundamenta en la inmensa diferencia del valor agregado entre un producto que requiere una gran cantidad de conocimientos incorporados -un microchip, por ejemplo- y los materiales básicos que lo componen, parte de los cuales son exportados por nuestros países. La diferencia de precios entre ambos es inconmensurable. Los países desarrollados investigan, crean y producen los microchips. En cambio, para todos los efectos prácticos, nosotros, en Sudamérica, seguimos exportando materias primas o bienes manufacturados de bajo valor agregado.

Al mismo tiempo. en las últimas décadas, mientras todos estos procesos ocurrían, el mundo se ha ido dando cuenta de que las formas de producir y de consumir originadas desde la revolución industrial de fines del siglo XVIII, hasta nuestros días, han tenido tantos impactos negativos en el medio ambiente y en el clima que son claramente insostenibles. Por primera vez se va desarrollando una conciencia de que lo que está en riesgo es el destino de toda la humanidad, no solamente de una región o de una subregión. Esto es algo nuevo. No es que la competencia y las rivalidades entre países y entre regiones desaparezcan, ni mucho menos. Pero va surgiendo la necesidad de que todos los países deben someterse a ciertas reglas de juego comunes, que implican un cambio importante en la relación de la sociedad con la naturaleza. Esta relación no puede ser la de ‘extracción sin devolución', sino de ‘extracción con reposición'. Como los recursos no renovables no pueden ser repuestos por definición, su explotación debe ir reduciéndose para dar lugar al uso de recursos renovables (un buen ejemplo es el de la sustitución de la energía fósil por fuentes de energía renovables).

Desde Perú 

Después de la reforma agraria de 1969-1975, que expropió todos los latifundios del país, y del rotundo fracaso de las cooperativas que creó la reforma, el paisaje agrario peruano quedó hegemonizado por la mediana y pequeña propiedad y por el minifundio.
A partir de la mitad de la década de 1990, sin embargo, las políticas neoliberales, la modificación de la legislación de tierras y una economía mundial en expansión estimularon un nuevo proceso de concentración de la propiedad de la tierra, particularmente en la costa, región con los suelos más productivos, riego permanente y con mayor inversión en infraestructura y bienes públicos.

Actualmente cerca de un tercio de esas tierras están en manos de corporaciones latifundistas, con áreas superiores a las mil hectáreas. Un grupo económico ha logrado acumular 80 mil hectáreas de tierras de cultivo en esa región, lo cual no tiene ningún antecedente en la historia colonial y republicana del país.
Los sucesivos gobiernos han mantenido hasta la actualidad, en general, las políticas que estimulan la consolidación de la modernización neolatifundiaria.  La totalidad de estas empresas exporta su producción y un puñado produce biocombustibles para la exportación y el mercado nacional. Es decir, la integración económica de la agricultura es con los mercados del norte y de las economías emergentes.

Perú ha firmado muchos acuerdos de libre comercio, y lo continúa haciendo, lo cual ata al país a una serie de compromisos que hacen muy difícil una reorientación del destino de su producción y de su comercio en la perspectiva de una integración regional. Por otro lado, varios países de la región compiten con el Perú por mercados. Quizá el caso más claro es Chile, en el rubro de las frutas.

El comercio de productos del Perú con los países de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) es marginal. En el año 2001, el 5.5% de las exportaciones peruanas iba a los países de la CAN (Bolivia, Colombia y Venezuela). Una década después ese porcentaje apenas se había incrementado, en términos relativos, a 5.8% (ver cuadro 1). En cuanto a las importaciones, su peso relativo casi se mantuvo estable, pasando de representar el 10.0% en el año 2001, al 10.1  (ver cuadro 2).

Cuadro 1
Perú: exportaciones en miles de millones de US$

Cuadro 2
Perú: importaciones en miles de millones de US$

Fuente: Estadísticas Andinas.

Rastros para el debate

Desde el punto de vista de las opciones políticas concretas, nada nos permite afirmar que el Perú cambiará de orientación en búsqueda de un fortalecimiento de una integración económica regional. Mi impresión es que las propuestas actuales de integración regional no se plantean los desafíos que están expresados en la primera parte de estas notas. No hay una nueva visión compartida de un modelo de desarrollo socioeconómico futuro. No la podría haber, puesto que los países mismos, tomados individualmente, no la tienen. ¿Qué tipo de sociedades queremos? No basta repetir conceptos generales de ‘sociedades democráticas, incluyentes, pluralistas" que se han convertido en expresiones retóricas. 

Ni los partidos políticos -los que precariamente sobreviven- ni los movimientos sociales plantean una visión de futuro que permitan organizar y orientar el presente. Los discursos políticos se enriquecieron porque han evidenciado y reconocido los derechos y las particularidades de diferentes sectores de la sociedad: las mujeres, los pobres, los indígenas, y diferentes minorías, pero han perdido su capacidad de ser una referencia articuladora e integradora del conjunto de la sociedad. Por el contrario: algunos de los discursos particulares son claramente excluyentes. 

No me queda para nada claro en qué medida las actuales propuestas de integración son importantes para responder a los retos del cambio climático; para afrontar la necesidad de cambiar los paradigmas de la relación sociedad-naturaleza que deterioran los recursos y que se sustentan en los actuales modos de producir y de consumir; para garantizar la seguridad alimentaria en el mediano y largo plazo; para universalizar y mejorar sustancialmente la educación básica y la educación superior para convertir el conocimiento en el principal insumo productivo y, al mismo tiempo, para democratizar el acceso a oportunidades. 

En cuanto al desarrollo rural, tampoco me queda claro en qué medida la "integración regional sudamericana o la de Centroamérica y el Caribe, constituyen el mejor escenario para construir una alternativa de desarrollo de base campesina indígena", como leemos en un documento del Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica.

No cabe la menor duda de que el reconocimiento y el respeto de las poblaciones indígenas y de sus derechos es importante, y es un logro destacado de las poblaciones indígenas latinoamericanas que este reconocimiento haya dado grandes pasos en las últimas dos décadas. Pero el desarrollo de los espacios rurales no puede limitarse al papel que pueden cumplir el campesinado y las poblaciones indígenas. El universo rural es mucho más amplio, pues incluye a centenares de miles de agricultores y pobladores rurales  que no son ni campesinos ni indígenas. 

Para hacer producir más la tierra, sin agotarla, es decir, de manera sostenible, será necesario, por lo demás, no sólo utilizar los conocimientos de campesinos e indígenas, sino los de la ciencia más moderna. La demanda creciente de alimentos requiere incrementar los rendimientos por unidad de superficie, y ello implica modificar las técnicas de cultivo combinando de manera inteligente nuevos y viejos conocimientos y experiencias. 

Mientras los precios estén determinados básicamente por el mercado -y todavía por muchas décadas esto seguirá siendo así en el mundo- también hay que producir de manera económicamente eficiente. La producción campesina e indígena tiene la ventaja de que es bastante más sostenible que la producción moderna convencional, pero aún está muy lejos de ser lo productiva que puede y debe ser.     
*   Sociólogo, investigador y docente especializado en desarrollo rural.  Preside el directorio del Centro de Estudios Sociales Peruanos (CEPES), dirige las revistas La Revista Agraria (http://www.larevistaagraria.org/) y Debate Agrario (http://www.cepes.org.pe/debate/debate.htm) de la misma institución y ha escrito varios libros sobre temas rurales peruanos.




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