martes, 11 de noviembre de 2008

Comentarios al libro "Derechos y conflictos de agua en el Perú"


Libro editado por Armando Guevara Gil - Fernando Eguren (octubre 2008)

1. Alex Guerra y Víctor Saco, El Derecho y la problemática del agua en el Perú
2. Laureano del Castillo Pinto, El régimen legal del agua
3. Iván Ortiz Sánchez, Autoridad de cuencas y gestión de recursos hídricos. Una aproximación
4. Carlos Pereyra, Conflictos regionales e intersectoriales por el agua en el Perú
5. Doris Balvín Díaz, Las cuencas andinas frente a la contaminación minera
6. Guido Bocchio Carbajal, Agua y minería: manejo de conflictos
7. Jan Hendriks, Gestión local de agua y legislación nacional en el Perú
8. Armando Guevara Gil, Derechos de aguas, pluralismo legal y concresión social del derecho.
9. Elizabeth Salmón Gárate, Pedro Villanueva Bogan, Los aportes del derecho internacional a la construcción del derecho humano al agua.

 Descargue el libro completo en PDF aquí 

Desde el año 1992 se viene discutiendo proyectos alternativos de una ley de agua. El primer proyecto cayó en las manos de Bertha Consiglieri, del CEPES, gracias a la infidencia de algún amigo del ministerio de Agricultura. Este primer proyecto, elaborado con sigilo, planteaba de manera tosca la privatización del recurso, no del derecho sobre el recurso, sino sobre el recurso mismo. Se mencionaba que el proyecto había sido elaborado por un abogado chileno, sobre la base de la legislación de aguas de ese país, pero era francamente bastante más burdo que su modelo original. La idea era crear las bases para el desarrollo de un mercado del agua.

Nos tocó al CEPES la misión de hacer público el proyecto mantenido en absoluta reserva, lo cual causó malestar en el ministerio de Agricultura, dirigido a la sazón por Absalón Vásquez (quien acaba de salir de prisión, acusado del fraude de las firmas falsificadas para la reelección del presidente Fujimori). A partir de ese momento Laureano del Castillo quedó prácticamente nombrado por el CEPES para que hiciese un seguimiento crítico de ese y de sucesivos proyectos de ley de aguas que fueron reemplazándose los unos a los otros, y que invariablemente fueron rechazados por los usuarios del campo en cuanta oportunidad de debate existió en esos años. Habían varias razones para este rechazo: el temor a la privatización del agua (posiblemente se mantenía en el recuerdo que el control sobre el agua fue uno de los mecanismos que permitió la expansión de las haciendas), pues en la costa sobre todo sin agua de riego no hay agricultura. Quien controla el agua, controla la tierra.

¿De dónde venía este impulso por cambiar la ley ____, dada por el gobierno de Velasco poco después de la reforma agraria, que declaraba que el agua era del Estado y solo del Estado? Posiblemente de varias fuentes, pero quizá la principal fue el Banco Mundial. El Banco fue sumamente activo para que los estados latinoamericanos adoptasen políticas neoliberales, una de cuyas características era apartar la mano del Estado de toda injerencia en los mercados, y convertir en mercancía todo lo que pudiese ser susceptible de compra y venta, aún los recursos naturales, considerados de la nación. El otorgamiento de préstamos por el Banco estaba supeditado a estos cambios. El gobierno de Fujimori no necesitaba demasiadas presiones para alinearse con las políticas del Banco.

Uno de los funcionarios de esa institución, un paquistano muy educado y refinado que, por lo demás, parecía una buena persona pero con convicciones económicas que rayaban en lo religioso, fue enviado por el Banco Mundial al Perú para predicar las ventajas de la privatización de los derechos del agua. Yo había leído un documento suyo en el que afirmaba que el único país en el mundo que tenía una legislación nacional para normar un mercado de derechos de agua era Chile. La pregunta caía por su propio peso, y se la plantée: ¿por qué pensaba él que un mercado de aguas era la mejor forma de asignar este recurso si sólo un país de cerca de doscientos lo había adoptado? Su lacónica respuesta fue “Es un proceso que recién está empezando”. Parece que este proceso no ha avanzado mucho.

El hecho es que mucha agua ha corrido bajo los puentes, y 16 años después del primer proyecto, aún no hay una nueva ley de aguas. Los sucesivos proyectos fueron ablandando su marca privatista, pues se pasó de privatizar el agua, a privatizar los derechos de agua, a –en versiones más recientes- a hablar de concesiones. No conozco ningún estudio sobre este largo y frustrante proceso para todas las partes, pues sí hay un sentimiento difundido entres los usuarios de diferente tipo y el propio Estado que la ley vigente, aún con las reformas posteriores (como la que da a las Juntas de Usuarios y Comisiones de Regantes la responsabilidad de la gestión del agua en el rubro que consume más agua, que es el agro). Ciertamente los recientes decretos legislativos que concentran en el ministerio de Agricultura la autoridad sobre el agua están lejos de satisfacer las demandas de un nuervo cuerpo normativo.

Si hay un sentimiento difundido de que se requiere un nuevo cuerpo normativo sobre el agua, las razones por las que se exigen cambios son diversas.

Este es uno de los temas principales del libro editado por Armando Guevara. Todos los autores sostienen que la legislación que era vigente cuando se editó el libro tenía que ser modificado (que fue impreso antes de los decretos legislativos 1081 –que crea el Sistema Nacional de Recursos Hídricos y la Autoridad Nacional del Agua (ANA) en el ministerio de Agricultura como ente rector, y el 1083, que declara de interés nacional la conservación del agua y su aprovechamiento eficiente).

Varios son los argumentos. Uno de ellos es que hay una oferta limitada del agua, subrayado por Laureano del Castillo (“El régimen legal del agua”). En primer lugar, porque los desplazamientos demográficos han ido ‘trasvasando’ la población de la cuenca donde abunda el agua –la gran cuenca oriental amazónica- hacia las múltiples pero pequeñas cuencas del occidente del país. En efecto, entre 1972 y 2007 la población en la costa se ha multiplicado por 2.4 veces, pasando del 46% a cerca del 55% de la población total.
El problema se agudiza por los efectos del cambio climático, que está acelerando la desaparición de los glaciares que proporcionan una parte importante del volumen de agua de los ríos que abastecen a la agricultura, las industrias y las poblaciones y que son fuente de hidroenergía. La legislación vigente no parece estar a tono con los riesgos que esta escasez plantea, sobre todo en la costa.
En mi opinión, el libro no refleja suficientemente la gravedad que plantea la escasez de agua, y de cómo esta escasez debe expresarse también en normas que regulen la gestión y el uso del recurso. Pero para ser justo, creo que la toma de conciencia de los efectos que el cambio climático puede producir sobre la oferta de agua, sobre todo en la costa, se ha acelerado en el último año. No es que no haya habido información previa, pero ser consciente de un problema no es resultado inmediato de disponer de la información necesaria. No dudo que si el seminario que origina el libro se realizase ahora, le daría más espacio a la relación entre la escasez del recurso y la necesidad de normas que permitan enfrentarla.

Jan Hendriks (“Gestión local de agua y legislación nacional en el Perú”) tiene otros argumentos que sustentan la necesidad del cambio de legislación sobre aguas. La legislación nacional, subraya, no recoge “el pacto social o acuerdo de convivencia entre personas distintas con intereses diversos”, lo cual lleva a “disociaciones que existen entre la legislación nacional y las realidades que existen y evolucionan al interior del país”.

No es de sorprender –digo yo- dado que la ley de aguas aún vigente –ley 17752- fue dada por el gobierno de Velasco sin ninguna participación de la sociedad civil ni, obviamente, de un inexistente Poder Legislativo. Tampoco fueron discutidas otras importantes normas dadas por el Ejecutivo (DS 37-89-AG que transfiere las responsabilidades de operación, mantenimiento y administración de los sistemas de riego a la Juntas de Usuarios, el DS 03-90 que establece el reglamento de Tarifa y cuotas por el uso del agua, y el DS 057-2000-AG, de Organización Administrativa del agua, y finalmente los recientes decretos legislati¬vos).

Hendriks precisa ejemplos de esta disociación entre la legislación y las prácticas reales:
- en el otorgamiento de los derechos de agua
- en los Criterios de asignación de agua
- en la determinación de tarifas, cuotas y aportes
- en los traspasos en el uso del agua y en
- las organizaciones de regantes.

En un acto de fe en las autoridades políticas, encomiable en el contexto político que vivimos, Hendriks plantea “…que el Estado pueda realizar esfuerzos más sistemáticos para conocer las distintas realidades locales y las diferentes nociones de derecho y de gestión de agua…”, y la legislación debe responder a criterios de “pluralismo legal, equidad, cohesión social y sostenibilidad”.

En realidad Hendriks va más allá de lo que son “intereses diversos”, y considera también la necesidad de respetar determinados valores individuales y comunes respecto al agua. En esto entronca muy bien con los planteamientos del artículo de Armando Guevara (“Derechos de aguas, pluralismo legal y concreción social del derecho”), para quien el tipo de relación de la sociedad con los recursos naturales es un hecho cultural, y como tal existen distintos ordenamientos normativos que no solamente deben ser conocidos y respetados, sino considerados en pie de igualdad con las normas estatales. La vocación de los ‘estados andinos’, desde que fueron fundados, subraya, ha sido la de bregar contra la diferencia.

Guevara lleva el debate hacia aguas profundas, como debe ser.

Entiendo que la visión de Guevara puede llevar a considerar a la legislación estatal, en las circunstancias que ignora otros ordenamientos normativos, como ilegítima para quienes la legitimidad está dada por estos otros ordenamientos diferentes. En todo caso, esta discordancia es una fuente de conflictos en las que son los últimos –lo que podríamos llamar las minorías culturales- los que llevan las de perder, pues son los que no tienen de su parte el apoyo de la autoridad oficial.

No sólo eso. Sobre todo en las áreas poco comunicadas, conocer la ley o no conocerla puede tener consecuencias muy grandes. Es el caso, tomando ejemplos de la realidad, que una comunidad no haya formalizado sus derechos de acceso a ciertas fuentes de agua a la que siempre han tenido derecho, por ignorancia de la norma, mientras que el conocimiento de la misma permite a una empresa minera a adquirir los derechos sobre ellas. Conocer o no la ley no es un hecho secundario en un país como el nuestro, en donde para comenzar el analfabetismo rural es muy alto (casi el 20% en el ámbito nacional, pero de alrededor del 25% en seis departamentos), y por tanto muy altas también las posibilidades de no conocer la ley escrita. Si el Estado –y ahora que hay gobiernos regionales, esto también les compete- no tiene una actitud proactiva para difundir las normas legales –y actitud proactiva no la tiene- entonces la ley siempre tendrá un sesgo contra los marginados.

Es sin duda un problema difícil, pues estando Guevara en lo justo en el reclamo al respeto a la diversidad, al mismo tiempo es también razonable que una legislación nacional establezca ciertas prioridades que obedezcan a necesidades nacionales -por ejemplo, derivadas de la creciente escasez del recurso- y que éstas estén por encima de aquellas normas particulares con la que puedan colisionar.

De donde se desprenden dos cosas: (1) la importancia de tomar en cuenta desde ahora estas consideraciones en la elaboración de una nueva ley de aguas, lo cual implica mecanismos de consulta, no para responder a algún prurito participacionista, sino para tomar nota y en cuenta la diversidad de situaciones y de usos y costumbres, y (2) la necesidad de la difusión y explicación de las normas, de modo que estas puedan efectivamente aplicarse en igualdad de condiciones –al menos en cuanto al conocimiento de las normas se refiere- y evitar o disminuir los sesgos anti-populares. Es lo que los anglosajones llaman ‘legal litteracy’, o algo asi como alfabetismo legal.

Para comenzar, las normas deberían ser traducidas a las lenguas nativas –el último censo muestra que 37% de la población rural tiene como lengua materna una diferente al castellano, pero en departamentos como el Cusco, Huancavelica y otros de la región centro y sur andina, los porcentajes pueden ser de alrededor del 80%.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Del agro a lo rural y los desafíos de la globalización


Publicado en la revista "Coyuntura. Análisis Económico y Social de Actualidad" (AÑO 4 Nº 19-20 / JULIO-AGOSTO / SETIEMBRE-OCTUBRE 2008)

Fernando Eguren
Presidente del Consejo Directivo del Centro Peruano de Estudios Sociales (Cepes)

El agro en la visión nacional del desarrollo

Luego de un intenso período de reformas agrarias en América del Sur —en las décadas de 1960 y 1970 las hubo en Colombia, Ecuador, Chile, Venezuela y Perú—, algunas moderadas, otras radicales, la cuestión agraria dejó de ocupar los primeros lugares en las agendas políticas. Durante las décadas siguientes, las políticas agrarias dejaron de orientarse hacia el ideal de un desarrollo nacional, en el que cumplían un papel de apoyo al crecimiento del sector manufacturero y a la expansión urbana. Después de todo, las reformas agrarias tuvieron como objetivo no solo aliviar las tensiones sociales rurales, sino ampliar el mercado interno para estimular la producción industrial y la provisión de alimentos destinada a cubrir la creciente demanda de las ciudades.

La modernización rural después de las reformas tuvo como principal impulsor —y aún lo tiene— el mercado internacional. Abandonadas las pretensiones de lograr un desarrollo nacional, el criterio orientador de la agricultura se desligó de toda búsqueda de sinergias con otros sectores de la economía doméstica —como la que hubo en el pasado—, para reducirse a la lógica microeconómica de maximización de las ganancias. Así, los esfuerzos públicos se concentran en crear las condiciones para que un número relativamente pequeño de empresas agrarias aprovechen las ventajas comparativas —suelos, climas y [contra] estaciones— y, en algunos casos, también competitivas, que ofrecen los mercados internacionales, sobre todo los del hemisferio norte.

El mercado, considerado en décadas pasadas como un conjunto de mecanismos e instituciones manipulables para lograr el desarrollo nacional, se convierte en un fin: lo que no triunfa en el mercado —internacional— no merece sobrevivir. Es esta convicción interesada la que impulsó la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, y que subyace al pensamiento del autor del manifiesto «El síndrome del perro del hortelano».1

Los desafíos de la globalización

Ahora bien, el proceso de globalización ha evidenciado problemas que se fueron incubando a través de los años, y que requieren respuestas que están a contracorriente con este concepto de modernización agraria. El espíritu de la «ley de la selva» es la búsqueda del desmembramiento de las partes más comercialmente apetecibles de las tierras comunales. Casi podríamos decir, de las tierras comunales que se encuentran en las cercanías de las ciudades o en lugares que, con solo algún esfuerzo público adicional, podrían disponer de infraestructura estatal —agua potable, electricidad, seguridad policial y carreteras— o donde, probablemente, haya yacimientos mineros. Esta motivación es embellecida con conocidos argumentos, como que lo que se busca es «liberar» a los campesinos o «sacarlos de la pobreza» mediante inversiones.

A su vez, la crisis energética ha generado una gran demanda internacional —con frecuencia inducida por decisiones políticas de las que no está excluida la acción de lobbies—2 de agrocombustibles —etanol y biodiésel—, lo que, por su lado, también genera problemas: monocultivo en extensas áreas, concentración de la propiedad de la tierra, uso intensivo de insumos químicos, deforestación para ampliar las áreas destinadas a la palma aceitera, desplazamiento de áreas en las que se deberían cultivar alimentos. Podrá el lector apreciar que esta relación de temas y problemas, que son los que ocupan la agenda internacional, confluye en los espacios rurales. A diferencia de las décadas de 1960 y 1970, en las que el problema agrario se resumía prácticamente en la superación de la polarización latifundio-minifundio y en la ampliación del mercado de manufacturas hacia los espacios rurales, actualmente los espacios rurales constituyen el locus en el que convergen los grandes desafíos de la globalización.

La disputa por los recursos

A los ya mencionados problemas, agreguemos dos más. Por un lado, el rápido crecimiento económico de varios países en desarrollo, sobre todo de los más poblados del planeta, China e India —entre ambos suman aproximadamente 38% de la población mundial—, ha incrementado la demanda por una variedad de recursos, entre ellos los mineros y energéticos. Como resultado, hay una competencia mundial entre grandes empresas y entidades de inversiones por acceder y explotar dichos recursos, para lo cual necesitan controlar los territorios debajo de los cuales estos se encuentran. En el caso del Perú, la mayor parte de dichos territorios pertenece a comunidades campesinas y poblaciones nativas. El sesgo de las políticas oficiales en el país ha sido sistemáticamente favorable a las primeras en detrimento de las segundas. Los decretos legislativos promulgados el mes de junio, que desconocen acuerdos internacionales vinculantes, particularmente el Convenio 169 de la OIT,3 no solo confirman sino acentúan este sesgo. Una muestra de esta situación es la reciente movilización de la población nativa —en pleno desarrollo mientras escribimos este artículo— en diferentes espacios de los departamentos de Amazonas, Loreto y Cusco, en contra de lo que considera la violación de sus derechos sobre los recursos naturales que constituyen su hábitat ancestral.

Por otro lado, el modelo de modernización de la agricultura peruana reposa sobre la gran agricultura de exportación, estimulada por un marco normativo favorable y por el acceso a recursos financieros, conocimiento técnico e información de mercados que le permite aprovechar las propicias condiciones naturales del país, particularmente de la costa. La mediana agricultura tiene dificultades para acceder a dichos recursos, mientras que la pequeña agricultura está en una posición de clara desventaja. Todo ello conduce a que en las zonas más dinámicas de la costa, empresas e inversionistas ejerzan una creciente presión sobre las tierras de los pequeños agricultores, revalorizadas por las perspectivas del incremento de la agricultura de exportación.

Como resultado de estas dos tendencias, en al agro peruano se va acentuando la concentración del control sobre la tierra, a lo que se suma la política de transferir a grandes inversionistas las nuevas tierras ganadas por obras de irrigación financiadas con recursos públicos, y la conformación o ampliación de enormes empresas para la producción de insumos —particularmente caña de azúcar y palma aceitera— para agrocombustibles. Aunque es obvio que no puede descartarse la necesidad de invertir en los espacios rurales, es difícil pensar en un modelo de crecimiento más inequitativo y excluyente, que conduce a una concentración de los ingresos y a la profundización de las injusticias sociales. Este es el marco que explica buena parte de los conflictos sociales y la baja estima de la población del interior del país por el gobierno y, en general, por las instituciones políticas, tal como lo expresan repetidamente las encuestas de opinión. Queda claro que todos los programas compensatorios —Juntos, el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes) y cualquier otro que se nos pueda ocurrir— son, si no inapropiados, claramente insuficientes para contrarrestar una desigualdad constantemente alimentada por la propia estructura de propiedad de los recursos y medios de producción, así como por las leyes y normas que la refuerzan. Las políticas redistributivas pueden aliviar esta desigualdad pero no resolverla, pues está anclada en la misma forma en que se organiza la economía y en las concepciones que los «decisores de políticas» tienen sobre el desarrollo económico. La confluencia de propósitos e intereses entre el poder económico y el poder político en este segundo gobierno del APRA es casi completa.

Pero resulta que con relación a estos procesos —que, como ya lo mencionamos, están vinculados directa o indirectamente a la globalización y tienen su locus principal en los espacios rurales—, surgen planteamientos y respuestas que resultan contrarios a los que se implementan en el Perú. Planteamientos y respuestas que no provienen de grupos «contestatarios» sino, como veremos, de instituciones intergubernamentales —entre ellas el Banco Mundial y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO)— que cumplieron, en un pasado no lejano, un activo papel en difundir, cuando no forzar, la adopción de políticas neoliberales.

La revalorización de la pequeña agricultura

El último Informe anual del Banco Mundial está íntegramente dedicado a la agricultura, lo que no ocurría desde 1982. En él se subraya la importancia de la pequeña agricultura para enfrentar la pobreza rural, garantizar la seguridad alimentaria y defender el medio ambiente:

«En los países urbanizados, que comprenden casi toda América Latina y gran parte de Europa y Asia central —leemos en el informe— la agricultura puede ayudar a reducir la pobreza rural que aún persiste, si los pequeños agricultores se convierten en proveedores de los mercados modernos de alimentos, si se generan buenos empleos en la agricultura y la agroindustria y se introducen mercados para los servicios ambientales». Pero para que ello ocurra, «hace falta la mano visible del Estado en la tarea de brindar servicios públicos esenciales, mejorar el clima para la inversión, regular la ordenación de los recursos naturales y garantizar la obtención de resultados sociales deseables».

En el caso específico del Perú, ninguna de las inversiones de origen privado en la agricultura moderna se destina a proveer alimentos a la población nacional, sino que está íntegramente orientada a la exportación, y solo la producción marginal que no califica para los mercados externos se queda en el país. La otra gran inversión privada en marcha es la destinada a los agrocombustibles: el área prevista para la producción de caña de azúcar para etanol y de palma aceitera para biodiésel es, por lo menos, similar al área total dedicada hoy día a cultivos de exportación no tradicional. En contraste, el íntegro de la producción agraria destinada a alimentar a la población peruana proviene de medianos y, sobre todo, pequeños agricultores. Es hacia este sector mayoritario de productores hacia donde «la mano visible del Estado» debería orientarse.

El apoyo a la pequeña agricultura es también la manera más eficaz de combatir la pobreza rural que, como se sabe, en el Perú aqueja a cerca de las tres cuartas partes de la población rural. Con referencia a este punto, afirma el Informe que «más del 80% de la disminución de la pobreza rural [en el mundo] puede atribuirse a que las condiciones en las zonas rurales han mejorado, y no a que los pobres han abandonado esas áreas. En consecuencia, y a pesar de la impresión general, la migración a las ciudades no ha sido el principal instrumento para la reducción de la pobreza en las zonas rurales (y en el mundo)». En el caso de América Latina, se calcula que el crecimiento total originado en la agricultura fue 2,7 veces más eficaz en reducir la pobreza que el crecimiento generado en otros ámbitos. En síntesis, la intervención de la «mano visible del Estado» en apoyo a la pequeña agricultura es un medio eficaz para hacer retroceder la pobreza rural.4

Para que haya un crecimiento del agro orientado a enfrentar la pobreza y a mejorar la seguridad alimentaria, entre otras cosas es «necesario mejorar la disponibilidad de activos de los pobres de las zonas rurales», pues estos se pueden ver contrarrestados «por el crecimiento de la población, la degradación ambiental, la expropiación que realizan los intereses dominantes y el favoritismo social en las políticas y en la asignación de bienes públicos».5

A diferencia de las dos primeras amenazas, que son procesos complejos que llevan una gran inercia, las dos últimas son rasgos que caracterizan la alianza económico-política a la que hemos hecho referencia. Si la pequeña agricultura es esencial para combatir la pobreza, también lo es para mantener la biodiversidad. Según la FAO, «la pequeña agricultura es el principal agente guardián de la biodiversidad y su tarea es asegurar la conservación y la utilización sostenible de los recursos naturales y el entorno productivo».6

También lo es para enfrentar la amenaza del hambre y los efectos adversos del cambio climático y de la bioenergía, como se ha reconocido en la Conferencia Mundial convocada por la FAO en junio pasado para que los gobiernos tomen acuerdos sobre esos temas. En la Declaración Final se lee: Instamos a los gobiernos a asignar una prioridad apropiada a los sectores agrícola, forestal y pesquero con el fin de crear oportunidades que permitan a los agricultores y pescadores en pequeña escala del mundo, entre ellos los pueblos indígenas y en particular en zonas vulnerables, la participación y la obtención de beneficios de los mecanismos financieros y flujos de inversión destinados a prestar apoyo ante la adaptación, la mitigación y el desarrollo, transferencia y difusión de tecnología en relación con el cambio climático.7

El gobierno y los compromisos internacionales

El gobierno peruano firmó esta declaración, como tantos otros documentos internacionales que protegen a los sectores sociales más vulnerables y al medio ambiente. Algunos de ellos constituyen un compromiso moral; otros son acuerdos vinculantes, como la ya mencionada Convención 169 de la OIT. Pero la práctica está demostrando que ni el compromiso moral ni los acuerdos que son leyes son suficientes para que el Estado limite y encauce los intereses de los grandes inversionistas con el fin de que sean compatibles con un desarrollo socioeconómicamente inclusivo, equitativo y sostenible del país. Cabe mencionar que, en mucho, la responsabilidad también alcanza a los gobiernos regionales. Queda abierta la pregunta de si los temores expresados por los organismos internacionales sobre, por un lado, las condiciones ambientales y, por otro, la persistencia de la pobreza —agravada por la elevación de los precios de los alimentos— son suficientes para cambiar su propio comportamiento y para influir en los gobiernos —en particular en el nuestro— para que reorienten sus políticas dirigidas a los espacios rurales. En el pasado, esos organismos influyeron decisivamente en imponer las políticas neoliberales que agravaron los problemas mencionados al inicio. Un mínimo acto de contrición debería llevarlos a que hoy ejerzan su influencia para que los gobiernos redefinan esas políticas.


1 Artículo publicado por el presidente Alan García en El Comercio, 28 de octubre de 2007.
2 Véase, entre otras muchas publicaciones, Runge, C. Ford, y Benjamin Senauer. «How Biofuels Could Starve the Poor». Foreign Affairs, mayo-junio de 2007.
3 Véase el texto en <http://www.ilo.org/public/spanish/region/ampro/lima/publ/conv-169/convenio.shtml>.
4 Obra citada, p. 5. fileadmin/user_upload/foodclimate/HLCdocs/declaration-S.pdf>.
5 Obra citada, p. 7.
6 «La pequeña agricultura al rescate de la biodiversidad». Disponible en <http://www.fao.org/regional/LAmerica/dma/dma2004/jimenez.htm>.
7 Declaración de la Conferencia de Alto Nivel sobre la Seguridad Alimentaria Mundial: Los Desafíos del Cambio Climático y la Bioenergía. Roma, junio de 2008. Disponible en <http://www.fao.org/


Publicado en la revista "Coyuntura. Análisis Económico y Social de Actualidad" (AÑO 4 Nº 19-20 / JULIO-AGOSTO / SETIEMBRE-OCTUBRE 2008)


miércoles, 23 de julio de 2008

Perú ¿país agrario?


Fernando Eguren (CEPES) y Fernando Cillóniz - INFORM@CCION debaten sobre la actual situación del sector agropecuario de Perú.

sábado, 12 de abril de 2008

¿Soberanía alimentaria o seguridad alimentaria?


Hay un debate que tiene como centro determinar cuál es la opción que deben adoptar los países con relación a la alimentación: seguridad alimentaria o soberanía alimentaria. Ambos conceptos tienen en común el objetivo de lograr que toda la población de un país esté bien nutrida, para lo cual debe poder acceder en todo momento a los alimentos necesarios. Pero discrepan en el cómo. El primer concepto[1] no implica necesariamente un apoyo a la producción doméstica de alimentos, pues estos podrían ser importados, y se lograría la seguridad alimentaria si es que todos pueden acceder a ellos. En principio, pues, y siguiendo la teoría de las ventajas comparativas, un país podría tener y exportar recursos de los que dispone abundantemente (ej.: petróleo u otro recurso natural) y a cambio importaría todos los alimentos que necesita, sin necesidad de producirlos. El mercado es aquí el que manda (¡y los acuerdos comerciales internacionales!).

El segundo reclama, sobre todo, el derecho de los estados de definir con autonomía su política alimentaria y agraria; en segundo lugar, la necesidad de asegurar la satisfacción de la demanda de alimentos interna con producción nacional; en tercer lugar, el papel protagónico de los campesinos en la producción de alimentos. Puesto que esta es una propuesta que va a contracorriente de los acuerdos comerciales en boga, y es promovida por Vía Campesina, considerada como una organización muy radical para los tiempos, la propuesta de soberanía alimentaria es rechazada más o menos veladamente por las organizaciones intergubernamentales, las organizaciones financieras multilaterales, y la mayor parte de los gobiernos.

Sin embargo, las formas específicas que va adoptando el proceso de globalización y sus consecuencias sobre la alimentación, sobre todo de los sectores más pobres, están dando argumentos sólidos a favor de la soberanía alimentaria. La apertura internacional de los mercados y los acuerdos bi y multilaterales restringen severamente las opciones de los gobiernos para definir políticas orientadas a proteger a sus ciudadanos de amenazas que afectan la seguridad alimentaria. Por el contrario, quienes levantan la necesidad de la soberanía alimentaria apuntan a la necesidad de que los países ejerzan su derecho “a definir con autonomía su política alimentaria y agraria”. En efecto, lo que está ocurriendo actualmente es que:

Los precios internacionales de los alimentos están subiendo y empujan hacia arriba los precios nacionales. Se perjudican los países pobres y, dentro de ellos, los sectores poblacionales de menores ingresos.
Los incentivos económicos para la producción de biocombustibles están presionando el uso de la tierra para cultivos orientados a esta industria, en vez de destinarla para la producción de alimentos.

Estimulada por la elevación de los precios internacionales de los productos agrícolas, la apertura de los mercados agrarios permite las compras de tierras agrícolas a escala global por entidades financieras con fines especulativos. Según la agencia Reuters (13/03/08), “los bancos de inversión y los fondos de cobertura (hedge funds) están barriendo grandes áreas de tierra agrícola en el mundo”.

La agricultura basada en el petróleo (úrea, combustible para motores y para transportar productos agrícolas a grandes distancias, etc.) es cada vez más cara e ineficiente (en términos de balance energético), debe ser reemplazada paulatinamente por una agricultura basada en fuentes de energía renovable, y por un acercamiento de la producción al consumo (reemplazo de importaciones por producción doméstica)[2], punto este último defendido por los partidarios de la soberanía alimentaria.

Para contrarrestar estas cuatro tendencias es necesario que los gobiernos tengan mayor autono­mía para definir sus políticas agrarias y alimentarias, que la producción doméstica esté en la ca­pacidad de proveer lo sustancial de las necesidades alimentarias de toda la población y que, por ende, se apoyen a los pequeños y medianos productores agrarios, que son los principales pro­veedores de alimentos del país. Esto no significa autarquía ni aislamientos de los mercados, sino gestión de los mercados en función de los intereses nacionales (de toda la población). Es casi lo mismo que han hecho los europeos en los últimos sesenta años.

[1] Según la FAO “existe seguridad alimentaria cuando todas las personas tienen en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades nutricionales y sus preferencias alimentarias a fin de llevar una vida activa y sana”. Ver http://www.rlc.fao.org/prior/segalim/

[2] Ver John Earls, La agricultura andina ante una globalización en desplome. PUCP/CISEPA. Lima, 2007.

martes, 18 de marzo de 2008

Tema agrario hoy en el mundo

Después de veinticinco años, el Banco Mundial dedica su informe anual a la agricultura¹ . Una de las razones de esta renovada, aunque tardía, atención al tema agrario es una doble constatación, en apariencia contrapuesta: que a pesar de varios años de crecimiento económico, persiste la pobreza rural, pero que al mismo tiempo el desarrollo agrario es un poderoso instrumento para derrotarla. 

martes, 19 de febrero de 2008

¿Por qué un paro agrario?


Un número importante de agricultores acataron el paro agrario apoyado por Conveagro y la Junta Nacional de Usuarios. ¿Por qué un paro?

Las exportaciones agrarias baten record año tras año. En el 2000 sumaban 779 millones de dóla­res, en el 2006 llegaron a 2066 millones de dó­lares. En la costa, son alrededor de cien mil hec­táreas las dedicadas a la exportación de los lla­mados cultivos ‘no tradicionales’. La produc­ción aquí está organizada en grandes y medianas empresas. El principal cultivo de exportación ‘tradicional’ es el café, que cubre alrededor de 300 mil hectáreas, la mayor parte en la selva alta. En este caso la producción es de pequeños agricultores.

Por otro lado, los precios de muchos productos agrícolas han subido, en principio beneficiando a decenas de miles de agricultores maiceros, algodoneros y arroceros. ¿Por qué parar, entonces?

En primer lugar, la agricultura de exportación costeña, con toda su importancia, no supera el 13% del área cultivada de esa región, y un porcentaje mucho menor de productores. Según el censo agropecuario de 1994, en la costa hay más de doscientos mil pequeños agricultores y minifundistas; menos de 1500 estaban involu­crados en la producción del cultivo estrella de exportación, el espárrago, con el 18.8% del área.[1] Las empresas agroexportadoras mayores de 50 has no llegan al millar. En esta aventura expor­tadora, la pequeña agricultura está prácticamen­te excluida. No es de extrañar que un alto por­centaje de pequeños agricultores sientan males­tar por este hecho. Es sabido que los problemas sociales se manifiestan sobre todo cuando existen grandes desigualdades.

En segundo lugar, no necesariamente los buenos precios de los productos agrícolas benefician a los pequeños agricultores por al menos dos razones. Los costos de producción han aumentado por la elevación de los precios de los insumos. Por otro lado, existen oligopsonios en varios productos que imponen precios.

En tercer lugar, en muchos valles de la costa existe un elevado porcentaje de jóvenes desem­pleados, o muchos de ellos – decenas de miles – son trabajadores eventuales de las modernas empresas agroexportadoras, con bajos salarios y malas condiciones laborales.

En la sierra los motivos de queja justificada son aún mayores. La región como tal, que alberga a la mayor parte de campesinos del país, tiene importantes déficits de bienes públicos: mal comunicada, con deficientes servicios de educa­ción y salud, culturalmente subvaluada, sin acceso a servicios necesarios para la pro­duc­ción. Irritada, además, por sucesivos incumpli­mientos de promesas del gobierno, siendo el último caso la frustración, en Ayacucho, del proceso de concertación iniciado hace siete meses a partir de la Marcha de los Waris en Julio del 2007.

Lamentablemente la respuesta estándar del go­bierno – en general, de los gobiernos - a los paros agrarios es triple. Por un lado, afirman que no hay razón para parar pues los temas que motivan el conflicto ya están siendo negociados con las organizaciones agrarias y que están en curso de solución; por otro, que los problemas del agro tienen muchos años incubándose, y que no pueden ser resueltos por el gobierno de la noche a la mañana. Finalmente, acusan a las organizaciones de actuar por motivaciones polí­ticas, y denuncian a los ciudadanos que pro­testan como ‘agitadores’, ‘desadaptados’ y ‘de­lincuentes’, y son amenazados con el encar­celamiento por impedir la libre circulación de vehículos y personas.

Las dirigencias agrarias nacionales han cumpli­do un papel confuso que muchos considerarán de oportunista, sobre todo visto desde las provincias. No se sabe bien qué negociaron y qué no nego­ciaron con el ministro de Agricultura. Es obvio que los mecanis­mos de comunicación de arriba abajo, pero también de abajo arriba, no están funcionando adecuada­mente. Es dudoso concluir que estas dirigencias se hayan fortalecido con la moviliza­ción de las bases.

Parece evidente que el gobierno no está dis­puesto a flexibilizar los lineamientos expuestos en el manifiesto presidencial “El síntoma del perro del hortelano”, publicado en octubre del año pasado, en los que la pequeña producción no tiene cabida frente a la gran inversión y la gran empresa orientada a la exportación.

En el fondo, el paro agrario es una protesta contra esa política. Es también un alerta a la capacidad de las organizaciones agrarias para defender eficazmente las reivindicaciones de sus bases.


[1] Censo Esparraguero 1998

miércoles, 23 de enero de 2008

El problema étnico: esperanza y riesgo

Con preocupación, el diario El Comercio alerta, en su edición del domingo 13 de enero, sobre el hecho de que las demandas constantes de la población del departamento de Puno por mayor atención del Estado están adoptando “un contenido étnico”.

Recordemos que Puno ha ocupado las primeras planas de los diarios cuando hubo el linchamiento del alcalde de Ilave. Varios comentaron, en un sentido crítico, que este era un comportamiento propio de la cultura aymara.

Lamentablemente los linchamientos también ocurren en otras partes del país que no tienen población aymara, incluyendo la ciudad de Lima, por lo que esa explicación, no exenta de racismo, carece de todo sustento. También Puno ha llamado la atención por otros hechos amplificados por la prensa, como la multiplicación de las casas ALBA y el decidido apoyo del presidente regional al presidente venezolano Hugo Chávez.

A diferencia de Bolivia y Ecuador, el tema de la pluralidad de culturas y etnias apenas merece más atención en el Perú que la que le prestan algunos antropólogos y filósofos. No ha logrado motivar la generación de movimientos sociales, como ha ocurrido en los países mencionados, ni ha llamado la atención de la opinión pública. A este respecto, como al que tiene que ver con el evidente racismo de origen colonial, nuestro país tiene una posición: la del avestruz.

La reivindicación étnica puede tener muchos contenidos. El más obviamente legítimo es el que reclama el reconocimiento de su particularidad y la igualdad de derechos en una sociedad en donde constituyen, los grupos étnicos, minoría pobre y marginada. Es por demás evidente que en el Perú existe una inaceptable segregación étnica. Baste mencionar el hecho que los millones de peruanos y peruanas que no tienen como lengua materna el castellano están en una situación de inferioridad con relación al resto de la población en las diferentes dimensiones de la vida. En el Perú el ser quechua o aymara, sobretodo, pero también poblador nativo amazónico, es cargar con un estigma.

Las poblaciones de etnias minoritarias generalmente son predominantemente rurales, lo cual significa una doble segregación, dada la escasa atención del Estado y del sector privado por las áreas rurales, sobre todo en la sierra y selva.

No es de extrañar, pues, que aymaras, quechuas y amazónicos acudan a fortalecer una identidad étnica para lograr articular a quienes se sientan como parte de una colectividad, y aumentar así su capacidad de presión para acceder a derechos y recursos que les son negados, incluyendo el reconocimiento a su propia dignidad.

Existe el riesgo, es cierto, que la orientación del movimiento étnico desemboque en el racismo y la demagogia, como lo es, en Bolivia, la parte minoritaria pero influyente del movimiento aymara conducida por Felipe Quispe, llamado El Mallku.. Este riesgo, sin embargo, no debe ser un argumento para desconocer la justicia de la reivindicación étnica, y menos aún para desconocer que la principal causa de las reivindicaciones más extremas es el desprecio hacia esos sectores de la población, compartido por los gobiernos de turno y la mayor parte de las clases política y empresarial.

En buena medida depende de los cambios de actitudes de estos sectores y del diseño y aplicación de políticas públicas que sean, al mismo tiempo, incluyentes y respetuosas de las diferencias culturales, el que el movimiento étnico contribuya a la construcción de un país al mismo tiempo único y diverso, al fortalecimiento de la democracia y a un desarrollo económico más equitativo y descentralizado