Fernando Eguren
Presidente del Consejo Directivo del Centro Peruano de
Estudios Sociales (Cepes)
El agro en la visión
nacional del desarrollo
Luego de un intenso período de reformas agrarias en América
del Sur —en las décadas de 1960 y 1970 las hubo en Colombia, Ecuador, Chile,
Venezuela y Perú—, algunas moderadas, otras radicales, la cuestión agraria dejó
de ocupar los primeros lugares en las agendas políticas. Durante las décadas
siguientes, las políticas agrarias dejaron de orientarse hacia el ideal de un
desarrollo nacional, en el que cumplían un papel de apoyo al crecimiento del
sector manufacturero y a la expansión urbana. Después de todo, las reformas
agrarias tuvieron como objetivo no solo aliviar las tensiones sociales rurales,
sino ampliar el mercado interno para estimular la producción industrial y la
provisión de alimentos destinada a cubrir la creciente demanda de las ciudades.
La modernización rural después de las reformas tuvo como principal
impulsor —y aún lo tiene— el mercado internacional. Abandonadas las
pretensiones de lograr un desarrollo nacional, el criterio orientador de la
agricultura se desligó de toda búsqueda de sinergias con otros sectores de la
economía doméstica —como la que hubo en el pasado—, para reducirse a la lógica microeconómica
de maximización de las ganancias. Así, los esfuerzos públicos se concentran en
crear las condiciones para que un número relativamente pequeño de empresas
agrarias aprovechen las ventajas comparativas —suelos, climas y [contra] estaciones—
y, en algunos casos, también competitivas, que ofrecen los mercados internacionales,
sobre todo los del hemisferio norte.
El mercado, considerado en décadas pasadas como un conjunto
de mecanismos e instituciones manipulables para lograr el desarrollo nacional,
se convierte en un fin: lo que no triunfa en el mercado —internacional— no merece
sobrevivir. Es esta convicción interesada la que impulsó la firma del Tratado
de Libre Comercio con Estados Unidos, y que subyace al pensamiento del autor del
manifiesto «El síndrome del perro del hortelano».1
Los desafíos de la
globalización
Ahora bien, el proceso de globalización ha evidenciado problemas
que se fueron incubando a través de los años, y que requieren respuestas que
están a contracorriente con este concepto de modernización agraria. El espíritu
de la «ley de la selva» es la búsqueda del desmembramiento de las partes más
comercialmente apetecibles de las tierras comunales. Casi podríamos decir, de
las tierras comunales que se encuentran en las cercanías de las ciudades o en
lugares que, con solo algún esfuerzo público adicional, podrían disponer de
infraestructura estatal —agua potable, electricidad, seguridad policial y
carreteras— o donde, probablemente, haya yacimientos mineros. Esta motivación
es embellecida con conocidos argumentos, como que lo que se busca es «liberar»
a los campesinos o «sacarlos de la pobreza» mediante inversiones.
A su vez, la crisis energética ha generado una gran demanda internacional
—con frecuencia inducida por decisiones políticas de las que no está excluida
la acción de lobbies—2 de agrocombustibles
—etanol y biodiésel—, lo que, por su lado, también genera problemas: monocultivo
en extensas áreas, concentración de la propiedad de la tierra, uso intensivo de
insumos químicos, deforestación para ampliar las áreas destinadas a la palma
aceitera, desplazamiento de áreas en las que se deberían cultivar alimentos. Podrá
el lector apreciar que esta relación de temas y problemas, que son los que
ocupan la agenda internacional, confluye en los espacios rurales. A diferencia de
las décadas de 1960 y 1970, en las que el problema agrario se resumía
prácticamente en la superación de la polarización latifundio-minifundio y en la
ampliación del mercado de manufacturas hacia los espacios rurales, actualmente los
espacios rurales constituyen el locus en el que convergen los grandes desafíos
de la globalización.
La disputa por los
recursos
A los ya mencionados problemas, agreguemos dos más. Por un
lado, el rápido crecimiento económico de varios países en desarrollo, sobre todo
de los más poblados del planeta, China e India —entre ambos suman
aproximadamente 38% de la población mundial—, ha incrementado la demanda por
una variedad de recursos, entre ellos los mineros y energéticos. Como
resultado, hay una competencia mundial entre grandes empresas y entidades de
inversiones por acceder y explotar dichos recursos, para lo cual necesitan
controlar los territorios debajo de los cuales estos se encuentran. En el caso
del Perú, la mayor parte de dichos territorios pertenece a comunidades
campesinas y poblaciones nativas. El sesgo de las políticas oficiales en el
país ha sido sistemáticamente favorable a las primeras en detrimento de las
segundas. Los decretos legislativos promulgados el mes de junio, que desconocen
acuerdos internacionales vinculantes, particularmente el Convenio 169 de la OIT,3 no solo confirman sino acentúan este sesgo. Una muestra
de esta situación es la reciente movilización de la población nativa —en pleno
desarrollo mientras escribimos este artículo— en diferentes espacios de los
departamentos de Amazonas, Loreto y Cusco, en contra de lo que considera la
violación de sus derechos sobre los recursos naturales que constituyen su
hábitat ancestral.
Por otro lado, el modelo de modernización de la agricultura peruana
reposa sobre la gran agricultura de exportación, estimulada por un marco
normativo favorable y por el acceso a recursos financieros, conocimiento técnico
e información de mercados que le permite aprovechar las propicias condiciones
naturales del país, particularmente de la costa. La mediana agricultura tiene dificultades
para acceder a dichos recursos, mientras que la pequeña agricultura está en una posición de clara desventaja.
Todo ello conduce a que en las zonas más dinámicas de la costa, empresas e
inversionistas ejerzan una creciente presión sobre las tierras de los pequeños agricultores,
revalorizadas por las perspectivas del incremento de la agricultura de
exportación.
Como resultado de estas dos tendencias, en al agro peruano
se va acentuando la concentración del control sobre la tierra, a lo que se suma
la política de transferir a grandes inversionistas las nuevas tierras ganadas
por obras de irrigación financiadas con recursos públicos, y la conformación o
ampliación de enormes empresas para la producción de insumos —particularmente
caña de azúcar y palma aceitera— para agrocombustibles. Aunque es obvio que no
puede descartarse la necesidad de invertir en los espacios rurales, es difícil
pensar en un modelo de crecimiento más inequitativo y excluyente, que conduce a
una concentración de los ingresos y a la profundización de las injusticias
sociales. Este es el marco que explica buena parte de los conflictos sociales y
la baja estima de la población del interior del país por el gobierno y, en
general, por las instituciones políticas, tal como lo expresan repetidamente
las encuestas de opinión. Queda claro que todos los programas compensatorios —Juntos,
el Fondo de Cooperación para el Desarrollo Social (Foncodes) y cualquier otro
que se nos pueda ocurrir— son, si no inapropiados, claramente insuficientes
para contrarrestar una desigualdad constantemente alimentada por la propia
estructura de propiedad de los recursos y medios de producción, así como por
las leyes y normas que la refuerzan. Las políticas redistributivas pueden
aliviar esta desigualdad pero no resolverla, pues está anclada en la misma
forma en que se organiza la economía y en las concepciones que los «decisores
de políticas» tienen sobre el desarrollo económico. La confluencia de
propósitos e intereses entre el poder económico y el poder político en este segundo
gobierno del APRA es casi completa.
Pero resulta que con relación a estos procesos —que, como ya
lo mencionamos, están vinculados directa o indirectamente a la globalización y
tienen su locus principal en los espacios rurales—, surgen planteamientos y
respuestas que resultan contrarios a los que se implementan en el Perú.
Planteamientos y respuestas que no provienen de grupos «contestatarios» sino,
como veremos, de instituciones intergubernamentales —entre ellas el Banco
Mundial y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación (FAO)— que cumplieron, en un pasado no lejano, un activo papel en
difundir, cuando no forzar, la adopción de políticas neoliberales.
La revalorización de
la pequeña agricultura
El último Informe anual del Banco Mundial está íntegramente dedicado
a la agricultura, lo que no ocurría desde 1982. En él se subraya la importancia
de la pequeña agricultura para enfrentar la pobreza rural, garantizar la
seguridad alimentaria y defender el medio ambiente:
«En los países urbanizados, que comprenden casi toda América
Latina y gran parte de Europa y Asia central —leemos en el informe— la
agricultura puede ayudar a reducir la pobreza rural que aún persiste, si los
pequeños agricultores se convierten en proveedores de los mercados modernos de
alimentos, si se generan buenos empleos en la agricultura y la agroindustria y
se introducen mercados para los servicios ambientales». Pero para que ello
ocurra, «hace falta la mano visible del Estado en la tarea de brindar servicios
públicos esenciales, mejorar el clima para la inversión, regular la ordenación de
los recursos naturales y garantizar la obtención de resultados sociales
deseables».
En el caso específico del Perú, ninguna de las inversiones de
origen privado en la agricultura moderna se destina a proveer alimentos a la
población nacional, sino que está íntegramente orientada a la exportación, y
solo la producción marginal que no califica para los mercados externos se queda
en el país. La otra gran inversión privada en marcha es la destinada a los
agrocombustibles: el área prevista para la producción de caña de azúcar para
etanol y de palma aceitera para biodiésel es, por lo menos, similar al área
total dedicada hoy día a cultivos de exportación no tradicional. En contraste,
el íntegro de la producción agraria destinada a alimentar a la población peruana
proviene de medianos y, sobre todo, pequeños agricultores. Es hacia este sector
mayoritario de productores hacia donde «la mano visible del Estado» debería
orientarse.
El apoyo a la pequeña agricultura es también la manera más
eficaz de combatir la pobreza rural que, como se sabe, en el Perú aqueja a
cerca de las tres cuartas partes de la población rural. Con referencia a este
punto, afirma el Informe que «más del 80% de la disminución de la pobreza rural
[en el mundo] puede atribuirse a que las condiciones en las zonas rurales han
mejorado, y no a que los pobres han abandonado esas áreas. En consecuencia, y a
pesar de la impresión general, la migración a las ciudades no ha sido el
principal instrumento para la reducción de la pobreza en las zonas rurales (y
en el mundo)». En el caso de América Latina, se calcula que el crecimiento
total originado en la agricultura fue 2,7 veces más eficaz en reducir la
pobreza que el crecimiento generado en otros ámbitos. En síntesis, la
intervención de la «mano visible del Estado» en apoyo a la pequeña agricultura
es un medio eficaz para hacer retroceder la pobreza rural.4
Para que haya un crecimiento del agro orientado a enfrentar la
pobreza y a mejorar la seguridad alimentaria, entre otras cosas es «necesario
mejorar la disponibilidad de activos de los pobres de las zonas rurales», pues
estos se pueden ver contrarrestados «por el crecimiento de la población, la
degradación ambiental, la expropiación que realizan los intereses dominantes y
el favoritismo social en las políticas y en la asignación de bienes públicos».5
A diferencia de las dos primeras amenazas, que son procesos
complejos que llevan una gran inercia, las dos últimas son rasgos que
caracterizan la alianza económico-política a la que hemos hecho referencia. Si
la pequeña agricultura es esencial para combatir la pobreza, también lo es para
mantener la biodiversidad. Según la FAO, «la pequeña agricultura es el
principal agente guardián de la biodiversidad y su tarea es asegurar la
conservación y la utilización sostenible de los recursos naturales y el entorno
productivo».6
También lo es para enfrentar la amenaza del hambre y los
efectos adversos del cambio climático y de la bioenergía, como se ha reconocido
en la Conferencia Mundial convocada por la FAO en junio pasado para que los
gobiernos tomen acuerdos sobre esos temas. En la Declaración Final se lee: Instamos
a los gobiernos a asignar una prioridad apropiada a los sectores agrícola,
forestal y pesquero con el fin de crear oportunidades que permitan a los
agricultores y pescadores en pequeña escala del mundo, entre ellos los pueblos
indígenas y en particular en zonas vulnerables, la participación y la obtención
de beneficios de los mecanismos financieros y flujos de inversión destinados a
prestar apoyo ante la adaptación, la mitigación y el desarrollo, transferencia
y difusión de tecnología en relación con el cambio climático.7
El gobierno y los
compromisos internacionales
El gobierno peruano firmó esta declaración, como tantos otros
documentos internacionales que protegen a los sectores sociales más vulnerables
y al medio ambiente. Algunos de ellos constituyen un compromiso moral; otros
son acuerdos vinculantes, como la ya mencionada Convención 169 de la OIT. Pero
la práctica está demostrando que ni el compromiso moral ni los acuerdos que son
leyes son suficientes para que el Estado limite y encauce los intereses de los
grandes inversionistas con el fin de que sean compatibles con un desarrollo socioeconómicamente
inclusivo, equitativo y sostenible del país. Cabe mencionar que, en mucho, la
responsabilidad también alcanza a los gobiernos regionales. Queda abierta la
pregunta de si los temores expresados por los organismos internacionales sobre,
por un lado, las condiciones ambientales y, por otro, la persistencia de la
pobreza —agravada por la elevación de los precios de los alimentos— son
suficientes para cambiar su propio comportamiento y para influir en los
gobiernos —en particular en el nuestro— para que reorienten sus políticas
dirigidas a los espacios rurales. En el pasado, esos organismos influyeron
decisivamente en imponer las políticas neoliberales que agravaron los problemas
mencionados al inicio. Un mínimo acto de contrición debería llevarlos a que hoy
ejerzan su influencia para que los gobiernos redefinan esas políticas.
1 Artículo publicado por
el presidente Alan García en El Comercio, 28 de octubre de 2007.
2 Véase, entre otras
muchas publicaciones, Runge, C. Ford, y Benjamin Senauer. «How Biofuels Could
Starve the Poor». Foreign Affairs, mayo-junio de 2007.
3 Véase el texto en
<http://www.ilo.org/public/spanish/region/ampro/lima/publ/conv-169/convenio.shtml>.
4 Obra citada, p. 5.
fileadmin/user_upload/foodclimate/HLCdocs/declaration-S.pdf>.
5 Obra citada, p. 7.
6 «La pequeña agricultura
al rescate de la biodiversidad». Disponible en <http://www.fao.org/regional/LAmerica/dma/dma2004/jimenez.htm>.
7 Declaración de la
Conferencia de Alto Nivel sobre la Seguridad Alimentaria Mundial: Los Desafíos
del Cambio Climático y la Bioenergía. Roma, junio de 2008. Disponible en
<http://www.fao.org/