Artículo publicado en LA REVISTA AGRARIA
Con la iniciativa del ministro de Agricultura, Miguel Caillaux, de permitir que medianos inversionistas puedan acceder a las tierras de las pampas de Olmos, el gobierno ha dado una señal de que es necesario definir algún tipo de política de tierras que, por lo menos, regule la formación de nuevos latifundios1. Como se sabe, Caillaux declaró que el Estado compraría 5 mil de las 38 mil hectáreas (ha) para venderlas, con facilidades, en lotes de 50 ha.
Con la iniciativa del ministro de Agricultura, Miguel Caillaux, de permitir que medianos inversionistas puedan acceder a las tierras de las pampas de Olmos, el gobierno ha dado una señal de que es necesario definir algún tipo de política de tierras que, por lo menos, regule la formación de nuevos latifundios1. Como se sabe, Caillaux declaró que el Estado compraría 5 mil de las 38 mil hectáreas (ha) para venderlas, con facilidades, en lotes de 50 ha.
Fernando Eguren López / Jaime Escobedo Sánchez
Un reciente estudio —no publicado aún— muestra que entre 1996 y 2010 se han realizado compras que totalizan 325 mil ha, sumando las tierras adjudicadas por gobiernos regionales, por los proyectos de irrigación, por las empresas azucareras y las adquiridas a través del mercado de tierras. La mayor parte de ellas se encuentran en la costa, por lo que estas adquisiciones, base de la formación de los nuevos latifundios en las últimas dos décadas, deben representar más de un tercio de las tierras de cultivo de la región2.
Las tierras aptas para el cultivo son escasas en el Perú. Apenas sí constituyen algo más del 6% del territorio nacional (7.6 millones de ha), sumando las que son aptas para cultivos en limpio y para cultivos permanentes. Más de dos de cada cinco ha son de protección, y su explotación tendría graves consecuencias ecológicas. El 38% puede ser explotada para producción forestal, pero de manera regulada. Los pastos suman un 14% de las tierras del país (ver gráfico 1).
De acuerdo con la Onern, la costa tiene 1.6 millones de ha cultivables, pero solo utiliza para la producción agrícola algo más de la mitad, alrededor de 800 mil ha. Actualmente —según la información mostrada líneas atrás—, el acaparamiento de tierras en grandes empresas comprendería alrededor del 40% de esa área. Con información más precisa —difícil de obtener—, ese porcentaje quizá variaría en algunos puntos, pero no se puede ocultar el alto grado de concentración existente y que va en aumento.
Tal magnitud de concentración de la propiedad es inconveniente desde diferentes puntos de vista y, definitivamente, está ahondando la polarización social y económica del campo costeño. Que estos latifundios están modernizando la agricultura regional, no cabe la menor duda. Pero tampoco cabe duda de que corresponde a un modelo de desarrollo excluyente, el del «perro del hortelano», que contradice la declarada voluntad del gobierno del presidente Humala de orientar su política hacia la inclusión social. Es de esperar que alguna regulación detenga el avanzado proceso de concentración. Esta es la oportunidad de hacerlo.
Existen antecedentes jurídicos que facilitan el camino. Como se analizó en la anterior edición de LRA, la Constitución permite establecer límites al tamaño de la propiedad (artículo 88), y la Ley de tierras, Ley 26505, de 1995, establece la posibilidad de imponer un impuesto a la tierra (artículo 13).
Límites al tamaño de la propiedad
En la historia agraria del Perú hay antecedentes. Durante el segundo gobierno del presidente conservador Manuel Prado (1956-1962) se nombró una Comisión para la Reforma Agraria y la Vivienda, conformada por ilustres hacendados que, en el contexto de la época, eran progresistas y modernizadores. Una de las conclusiones de la comisión fue que en la costa el tamaño de las propiedades no debería exceder las 250 ha, pues había consideraciones sociales y políticas, y no sólo económicas, que se debían tomar en cuenta.
La Ley de Reforma Agraria, Ley 17716, promulgada por el gobierno militar presidido por el general Juan Velasco en junio de 1969, estableció un límite de 150 ha a la propiedad privada de tierras de riego en la costa. Pero no había límites si la propiedad era cooperativa.
La Ley de tierras, ya citada, promulgada por el gobierno de Alberto Fujimori, eliminó los límites, pero la Constitución de 1993 —ya lo vimos— permite que se establezcan.
Durante el pasado gobierno de Alan García, el Congreso puso en debate el tema y se presentaron varios proyectos, pero la mayoría oficialista no mostró intención política de llegar a concreciones.
El actual Congreso debería retomar el debate sobre la base de nuevas propuestas, mejor fundamentadas que las que se presentaron en su momento.
Un impuesto a la tierra
Además de establecer un límite al tamaño de la propiedad, otras medidas pueden desalentar su concentración; tal es un impuesto progresivo a la tierra. Es decir, un impuesto que gravaría al dueño de la tierra a partir de una extensión determinada; cuanto más grande la extensión, mayor el impuesto por hectárea. Según la Ley de Tierras, Ley 26505, el límite a partir del cual se pagaría impuesto es 3,000 ha. Aunque la norma no lo precisa, el tamaño sería acumulativo: si una misma persona natural o jurídica tiene varias propiedades, cada una menor de 3 mil ha, pero que sumadas superarían ese límite, el exceso estaría afecto al impuesto. Este no se aplicaría a los dueños de extensiones menores de dicha extensión, ni a comunidades campesinas y nativas.
Hay que advertir que el agro es uno de los sectores que menos tributa (gráfico 2). Ello se debe a las ventajas que se ofrece a la inversión agraria, que es aprovechada sobre todo por la gran inversión para la agroexportación:
• Reducción a 15% del impuesto a la renta (frente a la tasa general de 30%).
• Recuperación anticipada del impuesto general a las ventas (IGV) en la etapa preoperativa.
• Depreciación anual de 20% a las inversiones en infraestructura hidráulica y obras de riego.
Tal impuesto,
¿afectaría las inversiones en el agro?
Precisamente, el principal argumento económico a favor es —en palabras de una reciente publicación del Banco Mundial— que «un impuesto a la tierra puro no distorsiona negativamente el comportamiento económico porque no tiene efectos negativos sobre la inversión o la producción. Puesto que el impuesto a la tierra es un costo fijo que debe ser pagado se use o no la tierra para la producción, no penaliza la producción y crea un incentivo para emplear la tierra de forma que deje las mayores utilidades. En ese sentido, el impuesto a la tierra desalienta que esta sea subutilizada y materia de especulación»3.
Los autores sostienen que dicho impuesto tiene varias ventajas: no distorsiona los incentivos económicos, pues la oferta global de tierras es fija; es justo porque se impone sobre ingresos no generados (es una renta), pues se aplica a las mejoras de la tierra originadas por la inversión pública, no por una actividad económica del propietario; provee un desincentivo a la especulación de tierras en áreas tanto urbanas como rurales; es relativamente fácil de administrar, pues la tierra no puede ocultarse. Pero advierten que no puede ser el instrumento único para enfrentar desigualdades estructurales, como la marcada desigualdad en la distribución de la tierra.
Cabe al nuevo gobierno y a los congresistas poner en la mesa de debate la necesidad de establecer limitaciones al proceso de concentración de la propiedad de la tierra, en aras de un desarrollo rural más justo, equitativo e incluyente. Hay una variedad de medidas que pueden tomarse —entre ellas, cambiar los criterios que fijan el tamaño de los lotes de las nuevas obras de irrigación, establecer limitaciones al tamaño de las propiedades y aplicar impuestos a las grandes propiedades de tierras—. Concretarlas será un proceso, sin duda, complejo, pero necesario.
Notas
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